jueves, 23 de julio de 2009

Unas líneas de... "Muerte en El Álamo"



Cuando resbaló el contrapeso que anunciaba las horas en punto, por doce veces repicó el martillo que a diario se encargaba de recordar al pueblo que en lo alto de aquel edificio tenían un reloj. Cualquier otra hora que musicase resultaba indiferente para todos, pero las doce campanadas del mediodía iban seguidas del estruendo y el alboroto producido por siete muchachos que durante horas habían estado cogiendo presión en aquellos pupitres. Las doce del mediodía era la hora en que se abrían las puertas y se descorchaba el aula. Pero ese día y a esa hora ningún muchacho surgió corriendo del interior del consistorio, ningún griterío de alegría perturbó la indolencia de la plaza. Nada ocurrió ese mediodía después de que sonaran doce martillazos en aquel orgulloso reloj. Antonia salió del bar con su vaso de vermut en una mano y un cigarrillo a medio fumar en la otra. Su mirada de asombro iba y venía del reloj de carillón a la plaza y de la puerta del consistorio a su reloj de muñeca. No podía creer que algo hubiera captado la atención de los chicos hasta el extremo de retrasar su huida de los pupitres. Los recelos de Antonia se encontraban a un solo minuto de convertirse en certeza. La causa de tanto silencio no provenía de nada que hubiese captado la atención de los chicos. Los niños no se encontraban en la plaza ni en el aula porque no estaban en el pueblo...

...Empezó como un balbuceo grave y ronco. Más tarde fue un ladrido, luego vino otro y otro. Cayetano se abalanzó a por el palo, mientras daba órdenes a Grande para que congregara el ganado y lo dirigiese a la base del roquedal, donde sería más fácil protegerlo. Aparecieron asustados, abrazados a sí mismos y a los demás, apiñados como si una mano gigante los hubiera cogido y depositado allí.
No habían podido soportar más el hastío que les producía el aula; era como estar sin capitán en un navío a la deriva. Habían elaborado un plan para salir de la escuela sin ser vistos y encaminar sus pasos hacia el rebaño, que nunca debieron abandonar. Como el plan perfecto estaba aún por descubrir, se habían perdido. La noche les sobrevino y les extravió aún más. El frío les mantuvo despiertos y en constante movimiento, la oscuridad despertó su hambre y el miedo les mantuvo el alma en vilo. Allí estaban con sus caras de niño. Nadie hubiera podido regañarles en ese estado, al menos no Cayetano. Los perros fueron hacia ellos enarbolando sus colas, los rodearon y los condujeron con mimo junto al resto del rebaño; a su protección y calor. Fue el pastor quien comprendió que les vendría mejor el calor de las llamas que el de las ovejas agitadas por el revuelo.


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